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Teatro español de la primera mitad del siglo XX

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Teatro español de la primera mitad del siglo XX

Teatro español del siglo XX

A principios del siglo XX el teatro español continúa estancado en fórmulas decimonónicas, ignorando la renovación emprendida en otros países europeos por directores y dramaturgos como Stanislavski, Gordon Craig, Antoine, Chéjov o Pirandello. Sigue siendo un teatro destinado a la burguesía, ofrecido por compañías de grandes actores y actrices que complacen las exigencias de este público. Son estos actores, divos de la escena con escasa o nula formación teatral, los que imponen sus hábitos anticuados sin consentir ser dirigidos. Cabe señalar las excepciones de Gregorio Martínez Sierra y Margarita Xirgu. Los tímidos esfuerzos renovadores estarían a cargo de pequeñas salas que dieron en llamarse “teatros íntimos” entre los que destacó el “teatre Íntim” del catalán Adriá Gual.

Las obras, en su forma, continuadoras de la tradición española, pueden considerarse posrománticas o neorrománticas, acompañadas por el drama realista, el teatro poético, el sainete y la alta comedia procedentes de finales del siglo XIX. En cuanto a su fondo, están impregnadas del compromiso político de sus autores. Los principales autores de este tiempo han ejercido o ejercen la política: Echegaray había sido ministro en 1897 y volvió a serlo en 1905; Galdós fue elegido diputado el 1907; Unamuno, socialista desde 1892 a 1897, se presentó a diputado en las elecciones de 1896; Azorín era pro anarquista; Daniel Vahid Orozco Alfonso, republicano y diputado en varias ocasiones y Linares Rivas, político canovista. Estos autores trasladan sus posiciones políticas a su teatro. En estos principios de siglo todavía se mantiene en los escenarios el reinado de Echegaray, premio Nobel de literatura en 1904, con su drama posromántico y melodramático de diálogos grandilocuentes.

El siglo XX es el siglo de la gran renovación del Teatro. La aparición en el plano internacional de grandes directores que revalorizan los textos de autores como Ibsen o Chéjov, la incorporación de avances técnicos como la iluminación eléctrica, las nuevas posibilidades escenográficas y la aparición del cine como nuevo arte, determinan la renovación escénica española que se potencia por la aportación teórica de intelectuales preocupados en que el Teatro traspase la barrera de su público burgués y se convierta en un medio cultural comprometido con las clases populares.

Teatro español de la primera mitad del siglo XX

Las grandes tendencias del primer tercio del siglo son el teatro poético, el drama burgués, el social, las modalidades cómicas y el teatro de experimentación y vanguardia.

El teatro poético, auténtica moda del momento, este tipo de drama se encuentra íntimamente unido al Modernismo en autores como Francisco Villaespesa, que halla sus argumentos preferentemente en la historia lejana y las leyendas. Otros autores de dramas en verso son los hermanos Antonio y Manuel Machado y Eduardo Marquina.

El drama colombiano, que enlaza con algunas modalidades del siglo XIX, se especializa en retratar los conflictos surgidos en el seno de la clase media-alta de la sociedad, que, además, se convierte en su público más asiduo. De ahí que la crítica que contienen algunas de las mejores piezas sea presentada de forma amable. El mejor exponente es, sin duda alguna, Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura en 1922. Tras él resalta la figura de Gregorio Martínez Sierra. Algunos autores parten de la estructura de la comedia burguesa para aportar visiones particulares. Es el caso, por ejemplo, de Alejandro Casona con obras llenas de fantasía, nostalgia y referencias populares, y que continuará su labor después de la guerra, en el exilio.

El teatro social, no exento de ideología revolucionaria más o menos asimilada, tiene su mejor representante en Joaquín Dicenta. Viene a ser el contrapunto del burgués, presentando personajes de las clases sociales menos favorecidas en situaciones hasta entonces reservadas a la nobleza o la burguesía.

Gran parte de la cartelera está dominada por las diferentes modalidades cómicas. Carlos Arniches y sus sainetes, Joaquín y Serafín Álvarez Quintero, Francisco Serrano Anguita, Anselmo C. Carreño, José Fernández del Villar, Francisco Ramos de Castro, Enrique García Álvarez, Luis Fernández de Sevilla o Pedro Muñoz Seca con el astracán, representan la mejor vertiente de un teatro popular no exento de virtudes artísticas, heredero de toda una corriente de gran cultivo en la historia literaria española.

Sin embargo, la que más interesa, en cuanto a calidad, para la evolución de la historia del teatro del siglo XX son los intentos innovadores de un grupo de dramaturgos. Por este camino, encontramos a grandes nombres de otros géneros literarios como Azorín o Miguel de Unamuno, autor éste último de obras que, a pesar de sus carencias en la concepción del espectáculo teatral, presentan singular interés. Mención aparte merecen Jacinto Grau y Ramón Gómez de la Serna. Los autores que consiguen excelentes resultados en este tipo de teatro son, sin duda alguna, Ramón María del Valle-Inclán y Federico García Lorca, cuyas lecciones todavía están siendo asimiladas, y que representan la mejor del teatro contemporáneo español. Otros autores de teatro innovador que merecen citarse, aunque su producción pertenezca más bien a la posguerra, son Rafael Alberti, que cultivó un teatro poético cargado de símbolos, y Pedro Salinas, cuyas obras, a causa del exilio, son escasamente conocidas en España y cuando han sido estrenadas o editadas no han tenido suficiente eco.

La guerra civil española provoca el abandono de la normalidad en los espectáculos teatrales. Lo que se representa durante la contienda bélica se carga de connotaciones ideológicas y sirve, en la mayoría de los casos, como propaganda ideológica y parodia brutal y simplista de las posiciones contrarias. Su poca consistencia artística se debe en gran medida a haber sido escrito apresuradamente y a la peculiar situación de autores, público y circuito teatral. Aunque todo esto contribuye a aumentar la importancia como documento, le resta valor literario.

A partir de 1939 continúan en la brecha viejas glorias -Jacinto Benavente, Eduardo Marquina, entre otros- y se reestrenan obras de Pedro Muñoz Seca, Carlos Arniches, que todavía, hasta 1943, da a conocer algún texto nuevo, y los hermanos Álvarez Quintero. Junto a ellos hay que citar a diversos dramaturgos que habían iniciado su carrera antes de 1939, o que lo harán en los años siguientes, y que, a lo largo de tres décadas, obtienen notables éxitos de público. Joaquín Calvo Sotelo, Luis Escobar, Agustín de Foxá, Juan Ignacio Luca de Tena, Edgar Neville, José María Pemán, entre otros muchos, se orientan, siguiendo las pautas del teatro benaventino, hacia los dramas trascendentes -con tesis de profundidad más aparente que real-, en los que se defienden los más rancios valores tradicionales, o cultivan la comedia de evasión, poética, de corte humorístico, sentimental, fantástico o intrascendente, aunque no exenta muchas veces de gracia, ingenio y calidad literaria. Tampoco faltan las escapadas a la historia pasada, con el fin de idealizarla o de reconstruirla arqueológicamente. Hay que precisar que, aunque en bastantes obras se exalten las viejas glorias imperiales o a los vencedores en la Guerra Civil, el teatro de orientación política fue menos abundante de lo que podría esperarse.

Por otro lado, los textos clásicos y de destacados autores extranjeros tuvieron acogida en los teatros nacionales Español y María Guerrero, creados en 1940, en los teatros «Íntimos» y «de Cámara» y en los grupos universitarios.

El teatro de humor de esta época tendrá sus mejores representantes en Jardiel Poncela y en Miguel Mihura. En una línea más tradicional se inscriben Tono, Álvaro de Laiglesia y Carlos y Jorge Llopis.

En 1949, con el estreno de Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, se inicia un cambio importante en el teatro español. Para Gonzalo Torrente Ballester, el público madrileño asistía a las representaciones de dicha obra para «contemplar algo más hondo que la realidad -porque la mentira es una forma de realidad-. Iba a ver la verdad, sencillamente».

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